Durante el confinamiento domiciliario, el teletrabajo emergió como esencial para la mayoría, aunque más del 50% careció de capacitación. Aun así, se sintieron competentes en la nueva modalidad laboral. Quienes recibieron formación, la consideraron idónea para manejar las herramientas proporcionadas. El teletrabajo provocó malestares físicos como dolores de espalda, cansancio y sedentarismo, junto con problemas de visión, efectos que no experimentarían presencialmente. La salud mental se deterioró, destacando el estrés, vinculado con cambios de humor, insomnio y ansiedad, causados por jornadas extensas, falta de preparación tecnológica, incertidumbre laboral y carencia de incentivos económicos. Económicamente, la mayoría no percibió mejoras ni recibió incentivos para cubrir gastos adicionales, como servicios básicos o vales de supermercado. La implementación del teletrabajo no logró equilibrar la vida familiar y laboral, afectando a aquellos con responsabilidades parentales. Actividades domésticas, incluyendo cuidado de hijos y tareas académicas, se realizaban durante las jornadas laborales. La carga de actividades domésticas recayó, en gran medida, en el género femenino, exacerbando la desigualdad de género. Las mujeres asumieron roles adicionales, como cuidado de hijos, quehaceres domésticos y, en algunos casos, un segundo trabajo para aumentar los ingresos y sostener la economía familiar de manera básica. En conjunto, la falta de equilibrio entre trabajo y vida personal, la presión económica y la sobrecarga de responsabilidades afectaron negativamente a la salud integral de los teletrabajadores.